dirección Renzo Sicco
Entre los que han sobrevivido al secuestro y a la las orturas de aquellos años hubo lgunos que oyeron a los oficiales hablar de dos monjas llamándolas “monjas voladoras”…
Ya pasaron treinta años desde que en 1976 los militares argentinos asumieron formalmente el poder. Considerando la costumbre de los ciudadanos a los cambios improvisos de régimen, no hubo necesidad de ostentar la fuerza o sacar las armas y ni siquiera hizo falta disparar tiros. No fue necesario levantar la voz para obtener obediencia. El poder de persuasión se habría conquistado de a poco con el terror.
A través de un aparato clandestino adecuadamente coordinado por el poder central se organizaron secuestros de los opositores, capturados y transportados en campos clandestinos donde fue aplicada sistemáticamente la tortura.
Los secuestros se realizaban siguiendo siempre las mismas modalidades: las personas indicadas eran capturadas en las propias habitaciones, en la calle o en los lugares de trabajo y llevadas en grandes coches. En la mayoría de los casos esto ocurría durante
las horas nocturnas. El comando irrumpía con el uso de la violencia, aterrorizaba, amordazaba, golpeaba y pegaba brutalmente a las víctimas llevándolas en uno de los numerosos lugares clandestinos de detención.
De las millares de personas capturadas no hubo más noticias. Muchos murieron durante las torturas, otros fueron fusilados o echados en el océano desde un avión en vuelo. El vuelo, una palabra tan leve que en Argentina se ha vuelto tan grave y terrible. Esta práctica ha creado una nueva y fantasmal categoría, los desaparecidos, en torno a los cuales se levantó una imponente pared de silencio rota sólo por la denuncia de las madres.
De este modo comenzó el más grande genocidio de la historia argentina.
Sor Alice y sor Leonie compartieron la lucha de las Madres de Plaza de Mayo y, al mismo tiempo, el destino de muchos de los desaparecidos: resistieron, sufrieron la tortura, ¡murieron volando!
Los ojos de una de las dos, sor Alice, nos introducen en una celda, no la de un convento, sino la de una de las numerosas cárceles usadas por la Armada Argentina durante la dictadura para torturar a los opositores.
Allí, en un subterráneo de Buenos Aires, es la fe la que se pone en discusión. Allí no hay Dios fuera de quien tortura, no hay salvación para el bueno, ni pena para el que comete el delito.
Se quiere mortificar a la mujer y despojar a la monja, aniquilar a quien ha creído tan ciegamente. He aquí que largos y extenuantes violaciones y suplicios parecen poder deteriorar la confianza, la misma oración ya no logra salir de la boca.
Un mundo de dolor en el cual también la fe más profunda se hace menos firme: no hay esperanza, éste es el infierno o, por lo menos, esta es la duda que se insinúa en sor Alice.
Judas tiene las manos de un torturador y los bucles de un ángel, su presa es víctima dos veces: como mujer y como esposa de Dios. La mujer ha de ser humillada, mientras a la monja hay que arrancar las certezas más íntimas.
Al mundo se le ha dado vuelta: en un sótano los soldados son los “nuevos cruzados” y Dios es un simple Teniente de fragata, Gustavo Astiz …Hasta que estás aquí, vas a hacer lo que yo quiero, vas a vivir cuanto yo quiera. ¡Porque acá adentro yo soy Dios!
Indignación en el corazón de sor Alice frente a la capacidad del hombre de crear sufrimiento. Las mutilaciones, las violaciones, el odio están dirigidos hacia la anulación de la identidad de las víctimas.
Muchos de los responsables de estos horribles estragos están todavía en libertad.
Esta obra, ligada a la historia incómoda de la Argentina de hoy, nos permite reflexionar una vez más sobre la importancia de la memoria y de la justicia.